jueves, 21 de agosto de 2008

DISCURSO Y REALIDAD

Discurso y realidad: las palabras y las cosas en la antigüedad

por Ricardo Etchegaray

Los pueblos antiguos no conciben la independencia de la palabra que nombra y la cosa nombrada. La palabra es real, es cosa, y por ello, eficiente, operativa, ejerce poder. Nombrar las cosas es ejercer poder sobre ellas, es dominarlas; por eso el Dios de los hebreos no puede ser nombrado: si el hombre pudiese nombrar a Dios, lo dominaría, y si pudiese dominar a Dios, lo dominado no sería Dios. Por esta razón, la repetición de ciertas palabras es tan importante en los rituales y, por lo mismo, el saber de esas palabras hace tan poderosos a los chamanes o a los magos.

En la polis, la palabra adquiere una nueva jerarquía en relación a otros instru­mentos de poder. Las decisiones respecto a lo que les es común a los ciudadanos son tomadas a partir de una discusión en el ágora, y por ello, la palabra ejerce un poder político que no tenía en otros pueblos de la antigüe­dad. Esto explica que en Grecia se creara la oratoria (el arte de hablar), y la retórica (el arte de embellecer la palabra, haciéndola conmovedora, persuasiva y eficiente), princi­pal­mente como un instru­mento de lucha en la asamblea.

La palabra llega a ser así el instrumento político por excelencia. Ella no posee un sentido ritual o mágico, sino que lo que importa es el debate, la discusión y la argumentación. Esto supone oyentes mínimamente críticos, es decir, capaces de analizar y acordar con lo que se expresa mediante ella.

Este rasgo característico implica una relación profunda entre política y logos.

El término logos puede traducirse por palabra, pero también por razón. Es decir, que la palabra tiene tanta importancia porque expresa el orden de lo real, y este orden es al que llama­ríamos razón. Heideg­ger ha indicado un significado más origina­rio de la palabra logos, que sería el de “reunir”, “juntar”, “colectar” o “coleccionar”; de modo que podría entender­se la reunión de lo real en el discurso.

Es la exposición convincente, la refutación clara, lo que pesa en el momento de tomar las resoluciones. Parece innecesario destacar que todas estas transforma­ciones, y especialmente la última, tuvieron una enorme impor­tancia en lo que al surgi­miento del pensa­mien­to filosófico se refiere. Es así, que polis y filoso­fía tienen una estrecha relación.

El mito

Las historias de la filosofía oponen el mito a la filosofía, mythos a logos[1]; e incluso en el lenguaje vulgar, ha llegado a significar «ficción», «fábula», «ilusión» y también, «mentira». El término mythos suele ser traducido por «mito» o «relato mítico» y significa, etimológicamente, «palabra». Curiosamente, el significado etimoló­gi­co de logos, es también «palabra». Ello ya está indicando que hay una semejanza entre los dos términos, pero también ciertas diferencias. Enumeremos algunas de las diferencias:

a) Mythos alude a la palabra oral, a la palabra que es pronunciada y oída. La escritura es algo que todavía no cuenta, por lo que la retención de las palabras sólo es posible por la memoria. Logos en cambio, alude a la palabra escrita, y de ese modo fijada.

b) Desde el momento en que mythos es siempre oral, supone siempre una participación emocional y comprensiva del oyente, en la que no hay separación de lo objetivo y lo subjetivo. Lo que mythos relata es lo real, o mejor aún: el modelo ejemplar de lo real, no un mero «cuento», ni una ocurrencia. El mito se «vive», y su vivencia implica una experiencia religiosa. Logos, en cambio, separa netamente lo emocional, lo afectivo, lo subjetivo, de lo real y verdade­ro. Logos supone una separación, una abstracción[2], una «geometrización» de la naturaleza[3].

c) Mythos relata una historia sagrada, un acontecimiento ocurrido durante el «tiempo primordial», durante el tiempo de los «comienzos», en el «origen». El tiempo primordial es un tiempo «fuerte», en el que se desenvuelve la obra de seres sobrenaturales o divinos. Por ello, es un tiempo sagrado. “Los mitos describen las diversas, y a veces dramáticas, irrupciones de lo sagrado en el Mundo. Es esta irrupción de lo sagrado la que fundamenta realmen­te el Mundo y la que le hace tal como es hoy día. Más aún: el hombre es lo que es hoy, un ser mortal, sexuado y cultu­ral, a consecuencia de las intervenciones de los seres sobrenaturales”[4]. Logos supone un proceso de desacralización de lo real y de la palabra que relata lo real y lo «explica». Mientras que el mito relata la «génesis» de lo real, la filosofía busca hacer manifiesto su «principio».

d) Mythos manifiesta la génesis de las cosas: “cuenta cómo, gracias a las hazañas de los Seres Sobrenaturales, una realidad ha venido a la existencia, sea ésta la realidad total, el Cosmos, o solamente un fragmento: una isla, una especie vegetal, un comportamiento humano, una institución (...) se narra cómo algo ha sido producido, ha comenzado a ser”[5]. Conocer el origen de las cosas es también dominarlas, es ejercer un poder mágico sobre ellas.

e) La palabra mítica debe ser rememorada, puesto que no está fija en la escritura; pero además debe ser reactualizada periódicamente, debe retornar por el rito. Lo ocurrido en el tiempo primordial bajo el protagonismo de los seres sobrenaturales es susceptible de repetición por medio de los ritos. “Conocer los mitos es aprender el secreto del origen de las cosas. En otros términos: se aprende no sólo cómo las cosas han llegado a la existencia sino también dónde encontrarlas y cómo hacerlas reaparecer cuando desaparecen”[6].

Los mitos han sido transmitidos generación tras generación. Como tales han sido compartidos por todas las estirpes de helenos. Ocurre sin embargo, que haya diferentes versiones, no coincidentes, sobre los mismos acontecimientos míticos: en ciertas regiones, se relatan cosas diversas a las dichas en otros lugares.

Es propio del discurso mítico el que sus incidentes se organicen en episodios que pasan a integrar temas y éstos se unen en otros mayores. Las circunstancias históricas, las experiencias de las diversas generaciones en el curso del tiempo o la producción (póiesis) de hombres excepcionales (los poetas) modifica o altera los relatos, que al ser transmitidos oralmente y fijados sólo por la memoria y el ritual (puesto que no hay escritura), son en alguna medida recreados y enriquecidos por el pueblo. Así resulta que un mismo mito puede ser objeto de adiciones, supresiones y reordenamientos, en algunos casos importantes. Pero esto no genera una oposición entre los distintos relatos en términos de verdad o falsedad: son interpretaciones que dejan abierta la posibilidad de integración o superación por una versión mejor. El mito «vive» en el asentimiento colectivo, si deja de «contarse», de relatarse, muere.

Cualquiera sea la definición de mito que se adopte (como se trata de algo complejo, todas dejan escapar algún residuo), debe siempre contener los si­guientes caracteres:

1) El contenido del mito es un suceso enunciado no como mera ficción, sino como algo real acontecido en el «tiempo primordial».

2) Tampoco se trata de hechos indagados (historie), conocido por testimo­nios o documentos; sino que es algo que se dice, se relata, y que se acepta como real.

3) Narra un suceso que aconteció en el «tiempo primordial», que es cualitativamente distinto del acontecer cotidiano, y a la vez, cuantitativamen­te indeterminado (no podría fecharse «históricamente»).

4) Narra una historia sagrada; sus protagonistas son dioses, semidioses y héroes: seres sobrenaturales.

5) Esa historia conlleva una cierta ambigüedad, una indiferenciación de planos, por ejemplo entre lo divino y lo natural o lo social[7].

6) La narración mítica legitima los modos de comportamiento actuales, en tanto que «lo que se debe hacer» está determinado por la tradición.

El Cratilo de Platón

El diálogo titulado Cratilo tiene por objeto desarrollar el problema del lenguaje y su relación con los seres. Es una investigación que forma parte de lo que Platón llama una «ciencia de los nombres»[8], que como toda cosa bella es difícil de conocer.

Como en sus otros diálogos, Platón de deja pasar la oportunidad de criticar, por boca de Sócrates, las posturas de los sofistas: comienza advirtiendo, cuando le invitan a expresar su pensamiento acerca de lo propio de los nombres, que si hubiese podido asistir a las clases del sofista en casa de Pródico y pagar su costo, todo lo que deseaba saber acerca del tema le hubiera sido comunicado. Contraponiéndose a este modo de conocimiento, Sócrates acepta buscar la verdad junto con los otros, compartiendo el esfuerzo y el riesgo de la investigación. Según su postura, la verdad debe ser poder sostenerse argumentativamente, dia-lógicamente.

Se enfrentan dos posturas: (1) Cratilo sostiene la tesis de que existe una denominación propia (nombres propios, apropiada a su naturaleza) y natural para cada uno de los seres, que hay “una manera fija y precisa de denominar”[9]y que es la misma para todos los hombres (griegos y bárbaros). La naturaleza le ha dado a los hombres un «sentido propio», una capacidad consistente en nombrar las cosas. El nombre propio de cada ser no resulta de la convención o del acuerdo entre los hombres o entre los miembros de una comunidad; por esa razón, se suele convenir en llamar a alguien con un nombre que no es propio[10].

(2) Hermógenes afirma, por su parte, que “la naturaleza no asigna nombre alguno a los objetos como cosa que les sea absolutamente propia e insustituible, sino que más bien se trata de un asunto de uso y costumbre entre aquellos que suelen estar encargados de dar los nombres”[11], de lo cual se inferiría que alguien pueda dar a una cosa un nombre distinto al que utilizan todos los demás y de ello hay pruebas en la experiencia, ya que hay cosas que tienen distintos nombres en distintas polis griegas y hay aún mayores diferencias entre los griegos y los bárbaros. De esta tesis también se infiere que el ser de cada cosa es relativa a cada uno de los hombres que las nombran. Platón emparienta esta postura con la tesis de Protágoras de que «el hombre es la medida de todas las cosas», entendida como la afirmación de que cada uno tiene su verdad, pues puede nombrar a las cosas como quiera ya que las cosas son tal como parecen a cada quien.

Sócrates examina en primer lugar la última tesis, partiendo de que si hay algo a lo que se llama “decir verdad” y algo a lo que se llama “decir mentira [falso]”, entonces hay “discursos verdaderos y discursos falsos”. Y si un discurso es verdadero cuando dice “las cosas como son” y es “falso el que las diga como no son”; entonces, “es posible decir mediante el discurso lo que es y lo que no es”. De lo anterior se deriva que si un discurso es verdadero, también lo serán sus elementos componentes más simples (como son los nombres[12]), y si es falso, sus componentes lo serán también. Si hay discursos verdaderos y discursos falsos, entonces la tesis de Protágoras es falsa, pues (según ella) todos los discursos son verdaderos para quien los pronuncia, pero podrían ser falsos para los demás, “si las opiniones de cada uno son para cada uno la verdad”. Para que haya discursos verdaderos y discursos falsos es necesario las cosas tengan “por sí mismas y de un modo permanente un cierto modo de ser, que no es ni relativo a nosotros ni dependiente de nosotros. Y que no se dejan arrastrar aquí y allá al capricho de nuestra imaginación, sino que existen por sí mismas, según su propio ser y de acuerdo con su naturaleza”[13].

Sócrates advierte que no solamente las cosas tienen una naturaleza propia, sino también las acciones (como, por ejemplo, «cortar», «quemar», «nombrar» o «hablar»). El hablar es una acción que se refiere a las cosas. Una acción es buena cuando está de acuerdo con la naturaleza de su objeto. “Luego es preciso nombrar las cosas según la manera y el medio que ellas tienen naturalmente de nombrar y ser nombradas, y no como se nos antoje”[14]. Todas las acciones requieren de instrumentos y el adecuado para «nombrar» es el nombre, “que sirve para instruir y para distinguir la realidad”[15]. El nombre es un instrumento para el nombrar, por medio del cual “nos enseñamos algo los unos a los otros” y “distinguimos las maneras de ser de los objetos”[16]. El “buen instructor” será el que se sirva de este instrumento «como es preciso»; es decir, “del modo adecuado para instruir”. Los instrumentos (los nombres) le son provistos al «instructor» [al maestro] por el nomos[17], que es la obra del legislador. El legislar es un arte y no todos los hombres son legisladores, sino los que poseen ese arte. En consecuencia: es al artesano legislador y “el primero que se presente” a quien corresponde “establecer los nombres”.

Todo artesano construye sus instrumentos sobre el modelo de la cosa propiamente dicha [la idea, lo que es en sí mismo] y la naturaleza de todo es instrumento es ser apropiada al objeto a que se aplica. Análogamente, los nombres se construirán según lo que resulte naturalmente adecuado a la cosa nombrada. Entre los bárbaros o entre los griegos el buen legislador será el que “imprima la forma del nombre requerido para cada cosa a las sílabas”[18].

El hombre más capacitado para juzgar sobre la virtud de un instrumento es quien se sirve de él, quien lo utiliza, y en el caso de los nombres, éste es “el hombre que conoce el arte de interrogar (...) y que sabe al mismo tiempo responder”; es decir, al dialéctico, al filósofo (como lo llamará en la República).

Se arriba de este modo a una primer conclusión provisoria: Hay muchas probabilidades de que la tesis de Cratilo de que “los nombres pertenecen naturalmente a las cosas y que no todo el mundo está en condiciones de hacer de artesano del nombre, sino tan sólo aquellos que, sin apartar los ojos del nombre natural de cada objeto, son capaces de dar forma a las letras y las sílabas”[19].

Sócrates muestra, a continuación, cómo el nombre de Héctor contiene la esencia de lo nombrado (ser hijo de un rey y, por tanto, de naturaleza real), pues, en general, “los seres cuya generación es conforme a la naturaleza deben recibir los mismos nombres”[20]. Una larga lista de etimologías continúa el análisis del significado de Héctor, que termina por hacer exclamar a Hermógenes: «Verdaderamente, Sócrates, diríase oyéndote que, como los inspirados, súbitamente empiezas a lanzar oráculos» (crítica análoga a la referida contra Heidegger en nuestros días, que se vale de la misma metodología).



[1] Esta oposición podría remontarse hasta Jenófanes en el siglo V a.C., quien fue el primero en criticar y objetar las representaciones «mitológicas» de la divinidad hechas por los poetas. De ello se infiere, que la actitud de los filósofos respecto de los mitos no ha sido desde el comienzo de rechazo y que la crítica misma ha sido posible después de un largo período de desacraliza­ción, de un alcance mucho más vasto que la filosofía.

El enfrentamiento explícito entre mythos y logos se da recién en la época de los sofistas, cuando se destaca el valor de logos como razón y razonamiento, y se lo pone como fundamento y criterio de la verdad.

La conciencia europea moderna, y especialmente la científica, ha surgido en oposición y lucha contra las formas de saber basadas en la autoridad y en el dogma. Lo propiamente moderno consiste en una búsqueda de autofundamentación y una actitud crítica respecto de cualquier otra base para el saber, que incluía por igual la fe, la religión, las creencias y los mitos.

Hacia la segunda mitad del siglo pasado llegó a prevalecer una interpre­ta­ción de la historia de la cultura (el positivismo) que expresaba el punto extremo de una tendencia a desvalorizar lo mítico. Los positivistas considera­ban que el desarrollo de la ciencia abría un abismo histórico respecto a cualquier saber anterior y descubrían las raíces de la ciencia moderna, en tanto que pensa­miento racional, en la filosofía que se había originado en Grecia. De manera, que la brecha originaria de la que surgió el abismo, había sido abierta por los primeros filóso­fos griegos, inaugurando un estadio racional, que se dife­renciaba y oponía a toda forma primitiva de pensar: mito o religión.

De esta manera, lo mítico y lo religioso terminaron por excluirse del ámbito del pensamiento. Se los consideró un mero producto de la rica imagina­ción de los primitivos, como algo carente de valor, en comparación con la importancia del pensamiento racional.

En este último tiempo, junto con la crisis de los fundamentos de la ciencia, ha entrado en crisis esa concepción positivista. Al mismo tiempo que se va destruyendo esa imagen de la exclusividad y valor absoluto de cierto modo de pensamiento racional, se va enriqueciendo el concepto de mito. Este ya no aparece como el producto de un tipo de pensamiento cuya profundidad resulta difícil de comprender con categorías estrechas. La dificultad de penetración, entonces, se debía a la reducción simplista que se hacía de los mitos.

[2] Ver glosario.

[3] Cfr. Vernant, Jean-Pierre: Los orígenes del pensamiento griego, traduc­ción de Marino Ayerra, Eudeba, Buenos Aires, séptima edición, 1984, especial­mente capítulo VIII.

[4] Eliade, Mircea: Mito y realidad, traduc­ción de Luis Gil, Ediciones Guadarrama, Madrid, 1968, pp. 18/9.

[5] Eliade, M.: 1968, p. 18.

[6] Eliade, M.: 1968, p. 26.

[7] Eos es una diosa, pero también la aurora. Apolo es un dios, pero también el sol. Zeus es el soberano del Olimpo, pero también es el rayo. En este sentido, Hegel destaca, que las divinidades griegas representaron inicial­mente potencias naturales (aurora, sol, rayo, mar, tierra, etc.) y fueron progresivamente incorporando, capacidades humanas (es decir, espirituales o culturales: el arte de hacer fuego, de trabajar los metales, de adivinar, de gobernar, etc.).

[8]Platón: Diálogos, Editorial Porrúa, México, 1991, p. 249.

[9] Platón, Diálogos, Editorial Bergua, Madrid, 1934, volumen 3, p. 241.

[10] Por ejemplo, el nombre de Hermógenes (hijo de Hermes, la divinidad del comercio y la riqueza) no es apropiado para alguien que no es rico. Por eso, Cratilo se burla de Hermógenes, tomándolo como ejemplo de su propia postura de que los nombres convencionales no se corresponden con la naturaleza de los seres.

[11] Platón, Diálogos, Editorial Bergua, Madrid, 1934, volumen 3, p. 243. En la edición de Porrúa dice: “La naturaleza no ha dado nombre a ninguna cosa: todos los nombres tienen su origen en la ley [nomos] y el uso, y son obra de los que tienen el hábito de emplearlos” (p. 250).

[12] Sócrates afirma, de acuerdo con Hermógenes, que la parte más pequeña del discurso es el nombre.

[13] Platón, Diálogos, Editorial Bergua, Madrid, 1934, volumen 3, p. 246.

[14] Platón, Diálogos, Editorial Bergua, Madrid, 1934, volumen 3, p. 248.

[15] Platón, Diálogos, Editorial Bergua, Madrid, 1934, volumen 3, p. 249.

[16] Platón: Diálogos, Editorial Porrúa, México, 1991, p. 253. “El nombre es un instrumento propio para enseñar y distinguir los seres”.

[17] El término nomos significa tanto costumbre y hábito, como norma y ley.

[18] Platón, Diálogos, Editorial Bergua, Madrid, 1934, volumen 3, p. 251. “Es preciso que el legislador sepa formar con sonidos y sílabas el nombre que conviene naturalmente a cada cosa; que forme y cree todos los nombres fijando sus miradas en el nombre en sí, si quiere ser un buen instituidor de nombres” (Edición Porrúa, p. 254).

[19] Platón, Diálogos, Editorial Bergua, Madrid, 1934, volumen 3, p. 253.

[20] Platón, Diálogos, Editorial Bergua, Madrid, 1934, volumen 3, p. 258.

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El Golem por Jorge Luis Borges





Si (como afirma el griego en el Cratilo)
el nombre es arquetipo de la cosa
en las letras de 'rosa' está la rosa
y todo el Nilo en la palabra 'Nilo'.


Y, hecho de consonantes y vocales,
habrá un terrible Nombre, que la esencia
cifre de Dios y que la Omnipotencia
guarde en letras y sílabas cabales.


Adán y las estrellas lo supieron
en el Jardín. La herrumbre del pecado
(dicen los cabalistas) lo ha borrado
y las generaciones lo perdieron.


Los artificios y el candor del hombre
no tienen fin. Sabemos que hubo un día
en que el pueblo de Dios buscaba el Nombre
en las vigilias de la judería.


No a la manera de otras que una vaga
sombra insinúan en la vaga historia,
aún está verde y viva la memoria
de Judá León, que era rabino en Praga.


Sediento de saber lo que Dios sabe,
Judá León se dió a permutaciones
de letras y a complejas variaciones
y al fin pronunció el Nombre que es la Clave,


la Puerta, el Eco, el Huésped y el Palacio,
sobre un muñeco que con torpes manos
labró, para enseñarle los arcanos
de las Letras, del Tiempo y del Espacio.


El simulacro alzó los soñolientos
párpados y vio formas y colores
que no entendió, perdidos en rumores
y ensayó temerosos movimientos.


Gradualmente se vio (como nosotros)
aprisionado en esta red sonora
de Antes, Después, Ayer, Mientras, Ahora,
Derecha, Izquierda, Yo, Tú, Aquellos, Otros.


(El cabalista que ofició de numen
a la vasta criatura apodó Golem;
estas verdades las refiere Scholem
en un docto lugar de su volumen.)


El rabí le explicaba el universo
"esto es mi pie; esto el tuyo, esto la soga."
y logró, al cabo de años, que el perverso
barriera bien o mal la sinagoga.


Tal vez hubo un error en la grafía
o en la articulación del Sacro Nombre;
a pesar de tan alta hechicería,
no aprendió a hablar el aprendiz de hombre.


Sus ojos, menos de hombre que de perro
y harto menos de perro que de cosa,
seguían al rabí por la dudosa
penumbra de las piezas del encierro.


Algo anormal y tosco hubo en el Golem,
ya que a su paso el gato del rabino
se escondía. (Ese gato no está en Scholem
pero, a través del tiempo, lo adivino.)


Elevando a su Dios manos filiales,
las devociones de su Dios copiaba
o, estúpido y sonriente, se ahuecaba
en cóncavas zalemas orientales.


El rabí lo miraba con ternura
y con algún horror. '¿Cómo' (se dijo)
'pude engendrar este penoso hijo
y la inacción dejé, que es la cordura?'


'¿Por qué di en agregar a la infinita
serie un símbolo más? ¿Por qué a la vana
madeja que en lo eterno se devana,
di otra causa, otro efecto y otra cuita?'


En la hora de angustia y de luz vaga,
en su Golem los ojos detenía.
¿Quién nos dirá las cosas que sentía
Dios, al mirar a su rabino en Praga?


Jorge Luis Borges - 1958